AMOR,... DULCE VERBO DEL CORAZÓN CON LUZ


FELIZ DÍA DE LA AMISTAD, CON AFECTO UN ABRAZO VIRTUAL,-A TODA MIS AMIGAS(OS) VIRTUALES- QUE LOS DAÑOS SEAN REPARADOS CON UN DULCE VERBO DEL CONRAZÓN CON LUZ (FEBRERO -14- 2012)

RUSIA EN 1931
REFLEXIONES AL PIE DEL KREMLIN
César Vallejo.
Editora PERÚ NUEVO
Lima, 1959
Paginas del 85 al 112

IX.- EL DÍA DE UN ALBAÑIL. —EL AMOR, EL DEPORTE, EL ALCOHOL, EL TEATRO Y LA DEMOCRACIA.
He seguido, pie con pie, durante un día entero, la vida de un albañil. La he tomado a las siete de la mañana, en su vivienda del bulevar Puchkin. Esta se reduce a una sola y pequeña habitación, encajada en la casa número 8 de la calle. La casa es grande, de dos pisos, tres patios, muy vieja y asaz desvencijada, del Moscú milenario. En ella he penetrado con el pretexto de buscar a una persona imaginaria. Mientras hacía tal averiguación, he observado a mis anchas al obrero, que acaba de saltar de su cama. Está con su compañera, una joven correctora de pruebas de la Pravda. No tienen hijos ni son casados. Su unión data de un año. ¿Se aman? ¡El amor!... ¡Qué contenido tan distinto posee esta palabra en Rusia! Entre nosotros, el amor, en realidad, no existe sino muy raramente. Llamamos amor a una simple simpatía, hija directa de un interés económico o de cualquiera otra especie, pero que nada tiene que ver con el mundo afectivo. Una mujer concibe esa simpatía partiendo siempre de una cual. Edad del hombre, extraña a los valores determinantes del sentimiento. Lo propio acontece con el hombre respecto de la mujer. Esa cualidad puede ser la riqueza, la posición mundana o la simple posibilidad de obtener, tarde o temprano, una u otra cosa. Dentro de las relaciones burguesas, sólo excepcionalmente nace esa simpatía fuera de estas perspectivas. Una persona que ama a otra, huérfana ésta de posición económica o social, pasa por una extravagante o insensata. Amar a un descamisado, a una persona que apenas gana para no perecer de hambre o que carece de nombre y brillo social, o que no llegará nunca a conseguirlos, ni a mejores entradas económicas, constituye una locura o un desplante. El acomodado o aristócrata va siempre a una acomodada o aristócrata, y el que no es ni una ni otra cosa, se esfuerza o es sensible a la tentación de amar a la que lo es. Las más de las veces, los sujetos de este «amor» no se dan cuenta exacta de estos verdaderos basamentos de sus relaciones. El hombre o la mujer, en estos casos, creen descubrir en la persona amada un conjunto de encantos y atractivos personales, y, al parecer, propios y entrañables de su contextura espiritual e íntima. «Yo no le amo —se dicen sinceramente a sí mismos— por su situación social o económica, sino por sus prendas morales. Si un día se quedase sin dinero o sin nombre mundano, yo le seguiría amando». De ello están estos «amantes» convencidos. Pero estos «amantes» no saben que esas prendas de la persona amada proceden directamente de la posición económica o social. Y no lo saben, porque la relación de causa a efecto entre esta posición y aquellas prendas es más o menos mediata y oculta, aunque siempre directa e indiscutible.

Otras veces los sujetos de este «amor» se dan perfectamente cuenta del carácter social o económico y extra-afectivo de sus relaciones. Esto ocurre en las más altas esferas mundanas de la burguesía o de la nobleza, mientras que el caso del párrafo anterior ocurre en la pequeña y mediana burguesía.

¿Por qué se desfigura y se desnaturaliza así el amor en el mundo capitalista? Ello obedece posiblemente al individualismo desenfrenado de las gentes. Este individualismo ha engendrado un sinnúmero de apetitos y preocupaciones egoístas: el afán de distinguirse de los otros, aventajándolos a todo precio; la vanidad, la concupiscencia, el sibaritismo, la pereza con todos sus vicios y cobardías. Obedeciendo a estas preocupaciones, el amor —si así puede llamarse entre nosotros este apetito— es clasista, es decir, que el hombre y la mujer de una clase social se unen únicamente a la mujer y al hombre de su misma clase; nadie quiere descender de posición. Sólo de cuando en cuando, repito, se salta de clase. Mas en este caso no es la persona de clase elevada la que desciende, sino que es la de clase inferior la que asciende. Lo que no quita que a la primera se la juzgue, como hemos dicho ya, como una insensata o amiga de lo raro. Por regla general, estos saltos de clase aparecen tan irregulares y locos a los ojos de todos, que los interesados prefieren sostener ocultas tales relaciones, como un crimen o algo vergonzoso e inconfesable. Tal es el caso de las pasiones entre el señor y su sierva, entre el patrón y su sirvienta, entre la señora y su cochero o entre el gerente de un Banco y su dactilógrafa.

En Rusia, el amor ha dejado de ser clasista, desde el momento en que han desaparecido las clases sociales. Social y económicamente, todos son iguales. El individualismo y sus apetitos derivados tienen un freno dentro de un nuevo equilibrio colectivo y dentro de un nuevo orden jurídico y moral. El trabajo es obligatorio. No hay tiempo para el ocio ni gusto por los refinamientos. A la vanidad ha sucedido el orgullo, en la acepción colectiva de la palabra. El hombre y la mujer, por consiguiente, están liberados de toda preocupación o perspectiva económica y social para elegir a la compañera o al compañero. El punto de partida y de inspiración del amor radica por entero en otra parte: en el mundo afectivo. Dentro de este mundo, la libertad de elección sentimental es absoluta e inalienable. Cuando un hombre está unido a una mujer, se supone que lo está por el amor, puesto que no hay otra cosa o interés que pueda unirlos. Prueba de la base exclusivamente sentimental de esta unión son las innumerables parejas de un gran escritor y una cobradora de tranvía, de un director de sindicato y una portera de hotel o de una periodista y un picapedrero. Y estas uniones no son ocultas ni vergonzosas, sino francas, y muchas de ellas legales. De esta manera, es el amor el que también contribuye a borrar definitivamente las diferencias o barreras morales creadas arbitrariamente en régimen burgués por las clases dominantes entre los diversos géneros de trabajo. En Rusia, ante el amor, todos los trabajos, oficios y profesiones son iguales y dignos.

El albañil que habita en esta estrecha pieza con la periodista de la Pravda, debe, pues, amarla y ser por ella amado. De otro modo, no puedo concebir que vivan juntos y compartan un mismo lecho diariamente. ¿Qué otro vínculo puede haber entre ellos? ¿Una simple simpatía fisiológica? Acaso. Pero para durar un año, esta simpatía fisiológica debe ser, sin duda, fuerte, sana, profunda. De otro lado se siente en sus palabras y maneras que hay una gran fraternidad entre ellos. Ella le habla y obra espontáneamente. El se muestra un tanto paternal. Ambos son alegres, ágiles, infantiles. Ríen y juegan mientras se lavan y visten para ir al trabajo.

Mi intérprete y yo nos hemos sentando a verles. El ruso soviético es más cordial que el ruso de antes. Se da al desconocido inmediatamente y sin reservas. Algunos periodistas extranjeros aluden a la atmósfera secreta, cohibida y de cuartel en que se vive bajo la dictadura proletaria. Por mi parte, yo no he hallado dicha atmósfera en ninguno de mis viajes a Rusia. Al contrario, por todas partes las gentes, particulares y oficiales, se brindan al recién llegado con una franca y alegre espontaneidad.

La habitación del albañil tiene pocos muebles. Es modesta, aunque alegre. Está situada en el segundo patio de la casa y en el piso bajo. Comunica, a izquierda y a derecha, con el resto de la casa, donde habitan otras familias o parejas. La cama es un diván muy bajo y rústico. Hay, además, una mesita pegada a la pared, con libros y revistas en ruso y en alemán. Al frente, una burda silla de madera y una caja, que parece un baúl o un banco para sentarse. Sobre los muros blanqueados, fotografías de Lenin, Stalin, Vorochilov, Rikof, en tarjetas postales y en recortes de revistas. El albañil y su compañera han salido a lavarse al patio y vuelven secándose y canturreando.

—¿No tienen baño? —les pregunto.

—En la casa, no. Es una casa vieja y completamente incómoda, herencia del zarismo. Pero el baño lo tomamos donde trabajamos, a las cuatro de la tarde, antes del almuerzo.

—¿Y el desayuno?

—En la cooperativa de la esquina.

Ella toma un libro de la mesa: El leninismo teórico y práctico, de Stalin, y se dispone a salir. Sus ropas de vestir son ligeras. Se las ha puesto casi todas ante nosotros. La falta es tan corta como la de cualquier midinette de la rue Saint-Honoré. Colores vivos y contrapuestos. Medias blancas de algodón. Calzado negro con tacón de deporte inglés. Cabellera corta, bajo una boina azul y de bordes estrechos. Un escote cuadrado, hasta el nacimiento de los senos. Después, un abrigo gris y delgado, sin piel. Y ningún maquillaje. De talle mediano, fornida, vivaz, el cutis rosado, los ademanes rotundos y hondamente femeninos, la cabeza echada atrás con gracia casi campesina, la mujer del albañil está ya lista para salir. No cesa de hablar y de reír. Hojea el libro y dice a la intérprete con firmeza y entusiasmo:

—¿Has leído ayer el artículo del compañero Stalin en la Isveztia?

—No —le contesta la rusa no bolchevique.

—¡Muy notable! Ahí habla de los teorizantes marxistas y sus defectos escolásticos.

Un ardiente diálogo se entabla entre las dos mujeres. El albañil está también ya listo. Su traje es aún más esquemático que el de su compañera. Un pantalón, una pelliza con cuello de astracán y una burda camisa amarilla. Va sin sombrero. Este no es ciertamente el uniforme proletario de las edificaciones de Chicago, con su blusa standard, sus bolsillos standard y su gorra standard. Tampoco son éstas las prendas de vestir que las fábricas de zapatos, de blusas, de camisas y de gorras yanquis obsequian a las compañías constructoras para sus obreros, con la sola condición de que luzcan estos artículos las iniciales o letreros de publicidad en colores de dichos almacenes. El traje del albañil es apenas un objeto de confección de los sindicatos soviéticos, pero no es un uniforme. Y no lo es, porque carece del elemento decorativo y de repetición, que caracteriza al uniforme.

Salimos. Observo aquí una diferencia con nuestro mundo de salón. En Rusia, la cortesía no existe. La gente toma y da, niega y consiente sin formulismo. Hasta en el terreno de la amistad impera únicamente la justicia. Se da asiento al que está fatigado y lo toma el dueño de casa, si lo necesita más que el visitante. Y así en todo lo demás. El albañil y su compañera salen sin pedirnos perdón, porque necesitan salir, porque no hacen a nadie mal saliendo. «Vamos», dicen únicamente. En una casa de Unter Den Linden o de los Campos Elíseos se dirían las gentes: «¡Qué mala educación!». Sólo en la Quinta Avenida, las cosas, al menos entre las personas de negocios, suceden de modo algo parecido al de la Rusia del Soviet. No en vano la técnica de producción yanqui es también la que más se aproxima al socialismo,

Ya en la calle, noto asimismo que ni él ni ella cambian en lo menor de manera de ser. Entre nosotros, las gentes son en la calle diferentes de lo que son en sus casas. El hombre toma aires más viriles, más solemnes, correctos, distinguidos o importantes. La mujer se hace más graciosa, más coqueta, elegante, respetable y hasta más imperiosa. El espíritu de la calle nos penetra, transformándonos en favor de una mayor necedad e hipocresía. Nos falseamos en más grande escala. Y todo por la eterna preocupación de distinguimos y sobrepujar a los demás. Nuestra falsedad y nuestro individualismo crecen a medida que son más numerosas las personas que nos rodean o nos ven y nos oyen. El más sincero es el más solitario. El hombre de mayor contextura colectiva es el hombre más solo. Son éstas, como se ve, dos posiciones paradójicas y hasta absurdas, sin ningún contenido racional ni creador. Se trata de una sinceridad sin testigos —que socialmente no interesa ni concierne a nadie—, y de un colectivismo igualmente subjetivo y abstracto que tampoco concierne a nadie.

Este espíritu de calle predomina particularmente en la burguesía y es más demostrativo cuanto más vieja y ortodoxa es esta burguesía. El mismo proletariado capitalista, en sus capas burocráticas y técnicas, está también penetrado de este espíritu de calle.

El albañil y su compañera toman indistintamente el fondo o el borde de la acera, porque ni uno ni otra necesita con preferencia del mejor sitio par caminar. Grande es la curiosidad que hay en el extranjero por conocer a ciencia cierta las nuevas relaciones introducidas' por la revolución entre el hombre y la mujer. Las ideas más fantásticas y escabrosas se tienen al respecto. Sin embargo, la realidad es menos insólita de lo que se cree. Las nuevas relaciones soviéticas arrancan de un principio sencillo y universal, que es el siguiente: el hombre no es más fuerte ni menos fuerte que la mujer. Aquello de sexo débil y sexo fuerte no pasa de una fórmula falsa, que la experiencia de todos los días desmiente. La verdadera fórmula es ésta: el hombre es, en cierto terreno, más fuerte que la mujer, mientras que ésta lo es en otro. El secreto de la armonía entre ambos radica en el equilibrio de estos signos —negativo y positivo— según el rol y las posibilidades de cada uno de los sexos. La mujer, en régimen soviético, no está, pues, más alto ni más bajo que el hombre de modo permanente. A veces su plano de acción supera al del hombre, y a veces cede al de éste. En los demás casos están en idéntico pie de igualdad. Así se ha establecido —sobre estas nuevas bases— el estatuto jurídico, económico, político y moral de ambos sexos en la sociedad soviética. Los derechos y obligaciones de la mujer en la familia y civilmente ante los demás son iguales a los del hombre. Respecto de los hijos, ocurre lo propio. Tan obligado está el hombre al trabajo como la mujer. Políticamente, ésta puede elegir y ser elegida para los mismos cargos que el hombre. Por último, el pudor, el recato y la dignidad no son en el hombre sentimientos más severos ni menos exigibles que en la mujer.

—¿Cuáles son entonces —se preguntan las gentes en el extranjero— las diferencias entre el hombre y la mujer?

Estas diferencias residen en la naturaleza misma de cada uno de los sexos. Ellas varían según las fuerzas y debilidades de cada uno. Si estas condiciones inherentes al hombre y a la mujer pudiesen simplificarse y clasificarse en dos grandes campos, diríamos que físicamente el hombre tiene, por ahora y hasta nueva orden, menos derechos y más obligaciones que la mujer, mientras que espiritualmente la igualdad es rigurosa. Tal criterio, con excepciones provisorias e inevitables, parece determinar la posición de ambos sexos en la sociedad soviética.

—Pero, en mi opinión —me dice mi intérprete—, todo esto es erróneo. Espiritualmente el hombre es superior a la mujer.

La compañera del albañil nos pregunta lo que estamos hablando, y al enterarse replica:

—No. Porque si el hombre es más permanente en sus pasiones, la mujer es más ardiente y más aguda. Si el hombre es más apto para la síntesis, la mujer es más apta para el análisis. El hombre es más racional; la mujer, más intuitiva. El hombre es más paciente y tenaz en la ofensiva creadora; la mujer lo es más en los fracasos y dificultades...

Las ocho menos cuarto. Salimos de tomar el desayuno en la cooperativa del barrio, y ambos se despiden para ir a sus trabajos respectivos. Un apretón de manos como dos amigos.

—Hasta luego.

—Hasta luego.

A las cuatro de la tarde voy a buscar al albañil a la salida del trabajo. Es a la otra margen del Moscova, en los vastos edificios que las Cooperativas de Construcciones levantan para habitaciones obreras. Cuando avanzo por el puente, veo un doble juego de obreros en las escaleras y andamios de los edificios. Son los que cesan en su tarea, que bajan, y los que la inician, que suben. Al llegar ante los muros en construcción, una ola de obreros desborda e inunda la calle. Ningún uniforme, repito, Los más llevan gorra y no pocos van descubiertos. Barbados los hay muy pocos, y éstos son los viejos de más de cincuenta años. Pero casi la totalidad está rasurada a la americana. Una gran algazara forman, desparramándose en la esquina, unos a pie y otros tomando los tranvías.

Aquí aparece el albañil de esta mañana. Viene con tres más, discutiendo acaloradamente. Presentaciones. Se preguntan por mi oficio y mi filiación política.

—Es escritor sin partido —se dicen, y seguimos avanzando juntos hacia el otro lado del río. Nos dirigimos al restaurante de la Cooperativa que queda cerca de la casa del albañil.

—¿Qué le parece Rusia? —me preguntan a la vez los cuatro.

—Muy bien, Admirable,

—¿Qué le ha gustado más?

—Las masas obreras.

—¿Después?

—La esperanza y la fe que las anima.

—¿Y qué dicen en el extranjero de la revolución rusa?

—No la conocen bien. Se tienen de ella ideas confusas y falsas.

—¿Qué diferencia encuentra usted entre los obreros del Soviet y los obreros de los países capitalistas?

—Ustedes son libres, mientras que los otros son esclavos.

—¿Por qué cree usted que somos libres? ¿Y la dictadura del Soviet?

—La libertad de ustedes es una libertad de clase. La otra, la libertad individual, la tienen ustedes relativa y muy limitada; pero así lo exigen las necesidades de la primera libertad, o sea de la libertad de clase. Marx ha dicho que la libertad no es más que la comprensión racional de la necesidad. De otra parte, la libertad individual no ha sido nunca completa en la Historia. Su ejercicio puede ser más o menos limitado y condicionado por los intereses colectivos. A medida que éstos vayan permitiéndolo, la libertad individual ira en Rusia ensanchándose y consolidándose.

Veo que mis palabras despiertan en todos ellos interés y aceptación. Me dicen:

—Así es. Esa es la verdad. Estamos contentos de que usted comprenda, como debe ser, el sentido de la dictadura proletaria. Muy bien.

Uno de ellos les habla largamente, y por una que otra partícula o terminación latina, me doy cuenta que se trata de política obrera y de política imperialista. Este que les habla así ha sido en otra ocasión secretario del Comité Obrero de las Construcciones donde los cuatro trabajan. Tendrá unos veintiocho años. Su voz es golpeada y un poco monótona, pero llena de calor y de inteligencia.

Les pregunto:

—¿Son ustedes comunistas?

—No. Somos sin partido.

—¿Pero confían en el régimen?

—Tenemos en él una confianza absoluta.

—¿Por qué no entran entonces en el partido que les gobierna y que ustedes aceptan con tanta confianza?

—Porque para ser comunista hay que disponer de tiempo y de fuerzas para cumplir los tremendos deberes que impone la calidad de miembro del partido. Tenemos bastante y de sobra con nuestras obligaciones de simples obreros.

—¿Qué obligaciones son ésas?

—Aparte de nuestro trabajo en las construcciones...

—¿Ustedes son obreros técnicos o simples manos de obra?

—Uno de nosotros es carpintero. Los demás somos obreros corrientes. Le decimos que, aparte de nuestras tareas de construcción, por las que percibimos un salario, tenemos otros deberes por los que nada se nos paga, pero que son inseparables de nuestra calidad de jornaleros. Tales son, por ejemplo, formar las células obreras de la industria a que pertenecemos, los comités y asambleas obreras; ejercer el control obrero de esta industria; practicar la emulación socialista cada vez que así lo exijan las necesidades de la producción; formar en las avanzadas de culturización política y técnica del campo, etc.

—¿Cuál es el rol de las células, comités y asambleas obreras?

—Discutir y decidir sobre cuestiones administrativas y técnicas, económicas y culturales del oficio y de la industria a que pertenecemos.

—¿Y la emulación socialista?

—Eso es lo que los capitalistas llamarían un sistema de records. Un ejemplo: cuando el Estado reclama con urgencia casas de habitación a causa de la afluencia y exuberancia de población de la ciudad, los obreros de un edificio deciden espontáneamente aumentar la labor y hasta doblarla y triplicarla, a fin de terminar mucho antes del plazo calculado la obra en construcción. Se produce entonces entre los trabajadores un sentimiento de emulación cívica al servicio del interés colectivo. Así es como gran parte del Gozplan (Plan Quinquenal) está realizándose en cuatro años y hasta en tres y dos años y medio.

—¿Qué galardón persigue y obtiene el obrero con este esfuerzo a favor del bien común?

—Ningún galardón personal. Ello obedece únicamente a un alto sentimiento de comunismo real y práctico.

—¿Y en cuanto a las brigadas de avance?

—Ellas no son sino una forma de la emulación socialista: Son grupos de obreros que se forman espontáneamente con el fin de difundir y hacer penetrar, por el ejemplo vivo y visible, las ideas y entusiasmo constructivos del Soviet en las capas aún reacias o ignorantes de las masas del campo y de la fábrica...

Bajamos del tranvía. Todos viven en el mismo barrio y comen en la misma cooperativa. Cuando entramos al restaurante, el albañil y el carpintero —que es el que les hablaba a los demás en ruso sobre el proletariado y el imperialismo— buscan con la mirada a alguien entre la muchedumbre de comensales sentados en torno de largas y numerosas mesas. Buscan a sus compañeras. Ahí están. Nos acercamos a ellas. Pero no hay sitio. Al fin tomamos asiento lejos, al otro extremo de la inmensa sala.

Más tarde, las dos se unen a nosotros. La compañera del carpintero es mayor. Una mujer hermosa. Se sientan y fuman. La conversación se hace entonces bulliciosa y riente. Al salir de la Cooperativa anoto que cada una de ellas paga su consumo por separado de su compañero. .

Me entero asimismo que el carpintero y su compañera están casados desde hace cinco años. Pero esta pareja tampoco tienen prole. ¿Por qué? Porque él es tuberculoso y la ley le prohíbe, por esta causa y hasta que no sane, ser padre. El médico le ha dado un régimen especial con este objeto y él lo cumple, bajo pena de una sanción severa de la ley en caso de infligirlo.

De otra parte, me llama la atención el pie de igualdad completa en que las dos parejas se hallan desde el punto de vista de la moral social. Aunque la unión del albañil y su compañera es libre, los respetos, consideraciones y estimación social de que ella disfruta son idénticos a los que rodean al carpintero y su mujer, que están casados. El amor libre, en régimen soviético, goza de la misma dignidad moral y social que el matrimonio. Dos de los obreros se despiden.

—¿Adónde van ahora? —pregunto.

—A casa de los Sindicatos. A las cinco y media hay allí una sesión de la Sección Sindical de Construcciones.

Uno de los que parten es el carpintero. Su mujer sigue con nosotros. La pareja se ha despedido como se despidió esta mañana la pareja del albañil:

—Hasta luego.

—Hasta luego.

Como dos simples amigos. Ni besos, como los obreros de Saint-Denis, ni melosidades sensibleras como los horteras de Buenos Aires. El marido y la mujer soviéticos son, ante todo, buenos amigos. El amor conyugal en Rusia es más amistad que pasión, más fraternidad que atracción sexual.

Son las cinco menos diez. Atravesamos la Gran Plaza. Aquí se quedan ellas. Van a tomar el tranvía. Se aprestan apresuradamente. Les falta el tiempo. Tienen una lección de puericultura a las cinco en una sección especial del Comité Central de las Gotas de Leche, destinada a las esposas que aún no han sido madres.

El albañil y su compañero me dicen entonces:

—Nosotros vamos al Club Obrero a preparar un informe sobre las maderas de construcción procedentes de la región de pinos de Laponia. Debemos tenerlo listo para el jueves. Vamos a leer algo en la biblioteca del Club.

—¿A qué hora volveré a verlos?

—A las ocho. A la salida del Club.

¡Qué vida tan distinta a la de los obreros del capitalismo! Ni café, ni alcohol, ni juego de cartas, ni bostezos de aburrimiento. Nadie toma café ni siquiera en los desayunos. El ruso prefiere el té, que antes de la revolución se tomaba mucho, haciendo de él una especie de droga. El Soviet lo ha dosificado, pero no con medidas traumáticas, sino poco a poco, por espontánea eliminación y a base de propaganda y educación, Con esto se ha hecho y se está haciendo lo mismo que con el alcoholismo. Al principio, el Soviet prohibió de golpe y radicalmente las bebidas alcohólicas. La ley seca tropezó, como en los Estados Unidos, con inmensas resistencias, suscitando un venero de disturbios, descontentos y violencias, sobre todo en provincias y en los campos. De estar impregnado el Soviet de la rigidez anglosajona —tan cara y digna de imitar en concepto de ciertos pueblos latinos—, hasta ahora se mantendría la ley seca en Rusia, y este país sería aún, como lo son los Estados Unidos, teatro de los más absurdos escándalos entre húmedos y secos. Mas el leninismo es de una ductilidad desconcertante. En vista de las dificultades de la ley seca, el Soviet cambió inmediatamente de táctica, resolviendo combatir el alcoholismo poco a poco y atacando el mal por abajo. A la vigilancia policial sucedió entonces la propaganda entre las masas y la educación en las escuelas. Se formaron innumerables ligas de combate. La profilaxis antialcohólica ganó rápidamente partidarios en los campos y en las fábricas. El Estado asignó a esta política un sitio preferente en sus planes anuales. En la actualidad, la situación en este terreno es muy halagüeña. Diariamente se suspende la venta de alcohol en numerosas aldeas, a solicitud de los mismos habitantes. En general, son siempre éstos los que piden y exigen, en comicios públicos, la supresión de las bebidas alcohólicas. Más todavía. El tomarlas es, en muchos sitios, cuestión de honor político. Al amigo del alcohol se le considera como tácito enemigo del socialismo. En singular, la fobia contra el alcohol es mayor en las nuevas generaciones. Cada año se reduce el consumo de bebidas alcohólicas en un diez o doce por ciento.

El Soviet no olvida, por otra parte, que ni la propaganda ni la educación serían armas suficientes contra el alcoholismo si faltase un segundo factor, el más importante y decisivo: la mejora de las condiciones de vida del trabajador. La propaganda y la educación son medios empleados corrientemente por los Gobiernos capitalistas: Este es el lado sacerdotal y hasta retórico de la empresa. El aspecto práctico y determinante, en suma, del éxito de la campaña, lo constituyen los medios realizados para encauzar el gusto y las inclinaciones diarias del trabajador hacia otro plano de inquietudes y satisfacciones. ¿Hacen esto último los Estados capitalistas? No. Existen dentro de e los infinitos intereses concertados para impedir semejante política en favor de la clase trabajadora. ¿Y los fabricantes de bebidas? ¿Y los viñeros? ¿Y los intermediarios? ¿Y los terratenientes de campos de cultivo? ¿Y los propios patronos de las demás industrias, cuyo interés reside en reparar y aumentar las agotadas energías del obrero por medio de estimulantes alcohólicos, ya que los ínfimos salarios no permiten hacerlo por medio de una mejor alimentación y un mejor género de vida? ¿Y los impuestos de consumo del Estado? Pero en régimen soviético ninguno de estos intereses existe. De aquí que le ha sido y le es fácil al Soviet remover los diversos factores de existencia cotidiana de las masas, a fin de canalizarlos por derroteros nuevos y de espaldas al morbo del alcohol. Entre estos nuevos derroteros figura la intervención real, práctica y diaria del trabajador en la dirección y administración de la cosa colectiva. El obrero vive embriagado del placer y del esfuerzo que despliega a toda hora en las tareas sociales. Su entusiasmo y su embriaguez cívica provienen de la convicción que tiene de que él, como individuo, es algo viviente e importante en la colectividad, pues sus ojos ven por si mismos todos los días que lo poco que él hace o dice pesa directamente en los negocios colectivos. Esta es también la base de su sentimiento de responsabilidad, sentimiento que le absorbe y le llena a la vez de orgullo y de fervor político. Es un hecho de experiencia histórica que los pueblos y las épocas de más ancha y efectiva democracia corresponden a una mayor pureza de costumbres de las masas: Por el contrario, a los Estados despóticos, a los Gobiernos minoritarios corresponden una mayor relajación de las costumbres populares. No hay deporte que distraiga más de los vicios al pueblo, como el ejercicio de la soberanía, con todos sus derechos y funciones democráticos. A una partida de cartas y hasta de football, prefiere el trabajador, sin duda alguna, la redacción de un dictamen que, según él, va a determinar en tal o cual medida la clase de casas en las que van a vivir muchas gentes. En cambio, el obrero de los países capitalistas prefiere irse a la taberna a ir a las urnas a votar, porque sabe que su voto no va a pesar nada en los destinos sociales. El aparato de Estado burgués coacta y escamotea el sufragio como le viene en gana. Es un juego de prestidigitación y de abuso capaz de todos los trucos, violencias y falsificaciones.

A las ocho de la noche sale el albañil del Club Obrero. Ahora viene solo.

—¿Está usted cansado? —le pregunto.

El albañil sonríe.

—Al contrario. El estudio y la reflexión acerca de cosas más o menos desusadas para mi espíritu de obrero manual me hacen bien y me reconfortan. Al salir de mi trabajo, a las cuatro, empezaba a sentir cierta fatiga física. Pero ahora, después de leer y pensar, tengo ganas de acción material, de correr o mover algo pesado con los brazos.

—¿No hace usted deporte?

—Sí. Pertenezco a un equipo de carrera. El doctor opina que los obreros de construcción necesitan este género de deporte para resarcirse de nuestra clase de trabajo.

—¿Cómo escogen ustedes su deporte? ¿Según sus gustos individuales, o es el Estado que les impone el que él cree conveniente?

—Los doctores del Estado nos examinan cada cierto tiempo y luego consultan la vocación de cada uno y deciden.

—Entonces ¿no son ustedes libres de escoger el deporte que a cada cual le guste?

—Nuestra libertad individual acaba donde empieza el interés social. Si aquélla fuese ilimitada y absoluta, muchas veces tomaríamos un deporte contrario al que nuestra salud y condiciones de trabajo requieren. Porque una cosa es el gusto, la vocación deportiva, y otra cosa es la conveniencia racional de tal o cual deporte. Por lo demás, la razón está por sobre el gusto.

—¿Y a qué hora y cuándo practican ustedes su deporte?

—Las horas y los días varían mucho dentro de su regularidad científica. En general, lo hacemos tres veces a la semana, o sea casi todos los días. (Recuérdese que la nueva semana rusa es de cuatro días). Pero eso depende siempre de una serie de condiciones y necesidades relativas al trabajo, a nuestras faenas proletarias fuera del trabajo, de las que ya le hemos hablado; a las directivas deportivas del plan técnico correspondiente, etc.

Llegamos a una cooperativa donde se toma té. Hay mucha gente, correspondiente a los equipos obreros cuyas horas de trabajo son, más o menos, las mismas que las del albañil. Estos equipos se alimentan igualmente, a las mismas horas y las mismas veces que el albañil: desayuno —un vaso de té con un pequeño bizcocho—, a las siete y media de la mañana; almuerzo —una especie de sopa de legumbres con un trozo de carne de vaca (bortch) y una torta de carne picada y molida con unas patatas y pan negro—, a las cuatro de la tarde; y, en fin, otro vaso de té con un alfajor o bizcocho, a las ocho o nueve de la noche. A las once de la mañana toman en su mismo trabajo una especie de lunch, consistente en té con un bocadillo de queso o de guisos vegetales, muy condimentados. Como bebida, agua y muy raras veces cerveza blanca, de fabricación rusa y un tanto cargada de alcohol. Pero mucho tabaco. Rusia es probablemente el país donde más se fuma en Europa.

Hay, en Moscú sobre todo, muchos vegetarianos. Se me informa que había más antes de la revolución. Las ideas morales de Tolstoi, junto con sus prácticas ascéticas, decaen rápidamente en Rusia. Actualmente los vegetarianos son mirados con burla, como una secta retrógrada, por los elementos revolucionarios.

—¿Quiere usted venir esta noche —me pregunta el albañil— al Teatro de la Unión Profesional?

Este es un teatro nuevo, nacido después de instaurada la Nep. Su espíritu escénico, su estética, sus medios económicos, su personal, son de origen proletario. Esta noche se representa El brillo de los rieles, pieza de Kirchon, obrero metalúrgico, autor también del drama La herrumbre, que acaba de representarse en los teatros de Berlín, París y Londres con éxito resonante.

Al llegar a la taquilla, el albañil me muestra su billete, y cuando le pregunto dónde y en qué precio lo ha adquirido, me dice:

—Estos billetes se nos dan en nuestro Sindicato por un precio ínfimo.

—¿Cuánto le cuesta?

—Cuarenta y cinco copeks.

Yo compro el mío, que es de butaca, como el suyo, y se me cobra un rublo veinte. ¡La dictadura del proletariado!

El teatro soviético es un espejo fiel de la vida social de Rusia. Aplicando la teoría unanimista de Jules Romains al presente caso, no es difícil palpar, de manera plástica y viviente, toda la estructura social y económica del Soviet, encarnada en el público teatral.

Al primer golpe de vista se nota la división de la multitud en dos clases de espectadores: de una parte, el proletariado, de otra, los nepmans, la diplomacia y los concesionarios de empresas extranjeras. No sólo es cuestión de trajes, sino de cabezas y ademanes. La línea divisoria es tan ostensible como no he visto nunca otra semejante en ningún teatro europeo. Los nepmans se diferencian de los pequeños burgueses de los países capitalistas en que visten y se comportan en su totalidad como nuevos ricos, que lo son. No les falta el anteojo de teatro y la cadena de oro. Tanto ellos como los diplomáticos y los concesionarios de empresas industriales extranjeras muestran un gesto despectivo y asqueado. Los unos, por lo que están sufriendo ya de la revolución; los demás, por el peligro que corren sus países respectivos de sufrirla algún día próximo o lejano.

—Aquella dama —se me dice designando a una señora elegante e imperiosa— es la esposa del embajador alemán.

—¿Por qué tiene ese aire enfadado?

—Siempre que está en público se muestra así. Odia furiosamente al Soviet. Todo el inundo lo sabe.

—¿Y ustedes?...

—¡Qué le vamos a hacer! No hace más que defender su clase.

El bolchevique y el obrero soviético no sienten por el burgués extranjero el menor resquemor personal. Fuera de Rusia se cree que la multitud soviética odia y hostiliza en todo lo que puede al burgués extranjero. No. Esto sólo se concibe en las chusmas empíricas y románticas de las rebeliones antiguas. El proletario ruso opera en un plano colectivo y de clase contra clase. La revolución no se hace a base de pellizcos o pedradas al transeúnte. La revolución se hace de masa a masa. Tratándose del nepman, la táctica cambia, porque éste no pertenece a una clase social en Rusia, sino que trata, por esfuerzos individuales dispersos, de rehacerla. De aquí que hay que combatirle asimismo individualmente.

Excepción hecha de este sector reducidísimo de espectadores, la totalidad del público es obrera, soviética. Su dominio, en anchura y profundidad; es completo en el teatro. La masa reina soberanamente y sin trabas. Sus movimientos, sus gritos y palabras, aprobando o rechazando, deciden el tono y temperatura colectiva del espectáculo. Los obreros son aquí, como en todas las demás actividades del país, dueños y amos del ambiente social. Los nepmans, los diplomáticos y los industriales extranjeros se muestran encogidos y supeditados por la masa, y no hacen sino adaptarse y seguir las directivas sociales del proletariado, aun a regañadientes. ¡También en esto la dictadura proletaria! A diferencia de lo que ocurre en los países capitalistas, donde son los trabajadores los que sufren, hasta en los teatros, la dictadura patronal.

La multitud obrera aparece distribuida en las secciones del local, no ya siguiendo el precio que cada cual paga por su billete, como sucede en la sociedad burguesa: sino siguiendo un turno especial y extraño a toda consideración económica, ya que todos abonan un precio igual por entrad a. Este turno o rotación lo establecen y vigilan que se cumpla los sindicatos o cooperativas a que pertenecen los espectadores. De este modo, hoy, verbigracia, veo en los palcos, butacas y demás sitios de preferencia, a espectadores que mañana o la vez próxima ocuparán lugares y asientos menos cómodos y elegantes. Porque los locales de teatro de la época zarista conservan, naturalmente, su configuración jerárquica de asientos. Ya se edificarán locales estrictamente soviéticos, cuya disposición arquitectónica refleje la nueva estructura social de Rusia.

El aspecto social de los teatros de Moscú denuncia el espíritu entrañablemente democrático o, para ser más exacto, proletario de la clientela. En este cuadro comprimido de la sociedad soviética tienen palpable realización los viejos y resobados ideales de igualdad y de fraternidad. Pero anótese que esta fraternidad y esta igualdad se realizan aquí en escala proletaria. En el orden burgués, la igualdad y la fraternidad han sido y serán imposibles, puesto que el desenfrenado individualismo que supone la sociedad capitalista es la puerta de entrada de todas las competencias y guerras, que no de la solidaridad y concordia sociales. A la base del mundo proletario está, por el contrario, el instinto colectivo, motor y punto de arranque del equilibrio social. Una gran homogeneidad domina en la plástica y en los movimientos del conjunto. Nadie ni nada desentona ni sobresale en la multitud. Ningún desnivel. Ninguna persona está más arriba ni más abajo que las demás. Pas de vedettes. Todos se nivelan a la misma altura social.

En estas salas del teatro ruso estamos lejos del lujo, de la presunción, de la concupiscencia, de la envidia y del chisme cortesano de la soirée burguesa. Todo es aquí sobrio, esencial, veraz, pudoroso, franco, fraterno. No es la pompa de unos cuantos y la miseria de la mayoría, sino la limpieza y decencia sumaria de todos por igual. El traje y el ademán, la mirada y la palabra trascienden la confianza, propia del alma proletaria. Ni el oblicuo vistazo del despecho ni el insultante ceño de la vanidad. Ni galantería ni perfidia. Ni sordas murmuraciones ni adulaciones vergonzantes. Y ninguna etiqueta almidonada. Aquí no hay lugar a exclamar: «¡Qué bien sabe volver la cabeza esa señora!», o «¡Qué mal ríe ese señor!», o «¡Qué dignidad en la manera de saludar de esa señorita!»... La gente se produce aquí a sus anchas, aunque ciñéndose siempre a un nuevo y profundo sentido de armonía y de pudor social.

Henri de Mann regatea al proletariado, desde su posición revisionista, el haberse apropiado de gran parte o de casi la totalidad de las normas, usos, costumbres, reglas, gustos e inclinaciones sociales de la burguesía. Henri de Mann formula este alegato con el fin de probar que la división de clases no ofrece la profundidad que le atribuye la doctrina marxista original, y que, antes bien, el capitalista y el obrero están ligados por una serie de hábitos y prácticas sociales que les son comunes. Así es como el autor de Más allá del marxismo trata de escamotear la idea revolucionaria —que implica la lucha de clases—, sustituyéndola por la idea de evolución, o sea de entendimiento entre obreros y patronos, ya que ambas capas sociales se apoyan en idéntica mentalidad y en idéntico género de vida. Pero el ilustre ex marxista belga va en sus conclusiones con demasiada prisa generalizadora y confusionista. No se equívoca al constatar que muchos de los gustos suntuarios y de los usos de sociabilidad corriente de los patronos han pasado y siguen pasando a los obreros. Pero distingamos. Este pasaje se efectúa en tres momentos. Primero: el trabajador adquiere del patrón lo que éste practica de bueno y de común a. todos los individuos, cualquiera que sea la clase social. Tal ocurre con el gusto del confort, del automóvil, teléfono, etc. Segundo: el trabajador toma del patrón lo que éste practica de malo, del mismo mono que una persona sana se contagia de la enfermedad de otra a la que aquélla está obligada a frecuentar diariamente. Esto sucede con la inclinación a las joyas, a la publicidad personal, al donjuanismo, etc. Tercero: el trabajador toma del patrón lo que éste practica pasajeramente y que no pertenece a ninguna clase social en particular. Tal puede decirse de todos los snobismos y modas, como ciertos juegos deportivos y muchos espectáculos públicos. En el primer caso, lo propio y característico del hombre burgués se queda en éste y no pasa al obrero. Se queda en él la parte excesiva, refinada y viciosa de estas prácticas: el regüeldo, el callo, el escozor bizantino. En el segundo caso, el contagio es más o menos evitable y, a lo sumo, curable. El tercer caso carece de importancia. Total: el proletariado ruso ha tornado y conservará los hábitos e inclinaciones sociales que la burguesía practica, pero que, por su justeza y utilidad, constituyen patrimonio de todas las clases sociales. Entre esos hábitos se halla el decoro en el vestir y en los modales.

La masa, con todas sus fuerzas y defectos elementales, llena hasta los bordes el casco espiritual del teatro. Una nueva y más natural civilidad controla, de adentro afuera, el calibre de sus actos. Es ésta la misma masa obrera de todos los países, pero con estos distingos: la de aquí es menos libre y menos libertina; de más templanza y de menos privaciones; más igual y pareja mi su espíritu y menos monótona; carece de superiores; no necesita de vigilancias policiales o morales extrañas a su propio organismo, y lleva en sí misma la justeza y control de todos sus movimientos. De aquí que produce la impresión de que siempre está bien lo que ella hace, al revés de lo que ocurre con las masas obreras capitalistas, cuyos actos parecen siempre propensos al yerro y a la falta, y necesitan frecuentemente de control y coerción externos.

Muchos teatros rusos han eliminado completamente el telón. El primero en dar el ejemplo fue el teatro Mayerhold. Ello obedece a un imperativo de mayor verismo escénico. Así la representación pierde en ilusión, pero gana en realismo. El telón es infantil y propicia el ensueño, la fantasía. El telón es la tapa del cofre mágico. Contiene un elemento de pueril y suma convención. Sugiere las ideas de escamoteo, de truco, de añagaza. Recuerda esos juegos de niños en que uno de éstos tiene que darse vuelta a fin de no ver los medios y la forma de que se sirve el otro para concertar el misterio o sorpresa que le prepara. El espectador, que ya no es un niño —por mucho que se esfuercen los estetas burgueses en hacer del arte un simple juego infantil—, ha renunciado al regalo de hadas que supone el telón y pide verlo todo con sus propios ojos materiales. Esta preferencia se manifiesta particularmente en los países donde el drama social de la Historia ha sido o es más descarnado y entrañable. Contra lo que quisieran sostener los artistas y críticos idealistas, la tragedia económica de hoy no tiene seguramente nada de ilusorio, de sueño ni de juego infantil. Este debate y conflicto dramáticos de nuestra época son de un realismo crudo y exento de ficciones. Más aún: la tragedia social de hoy está determinada por factores y hechos consumados e irrefragables de la Historia, que ninguna convención o voluntad pueden ahora desestimar ni destruir. Del mismo modo, el arte que se haga cargo de esa tragedia, también ha de tratarla y recrearla sujetándose en lo posible al mismo realismo y al mismo determinismo del conflicto. Por consiguiente, el elemento convencional del teatro —ya que este arte reposa más que ningún otro en la ficción— debe ser el mínimo posible y lo menos convencional. La concepción soviética del arte no admite la teoría de ciertas capillas literarias burguesas, según la cual las leyes artísticas son totalmente distintas de las leyes de la vida. Esta fórmula, aparte de ser arbitraria, es delicuescente y casuística, y expresa la manía cerebralista morbosa de las estéticas capitalistas.

Sin embargo, el teatro de la Unión Profesional conserva aún el telón, Al levantarlo, irrumpe en la escena un estridente ruido de calderería. La acción de la pieza pasa en un taller de mecánica para transportes. El decorado es de una fuerza y de una originalidad extraordinarias. Mientras los demás teatros del mundo no salen de los consabidos decorados a base de residencias burguesas, castillos condales o, a lo sumo, de alquerías pastoriles, he aquí que los regisseurs rusos movilizan en la escena, por primera vez en la Historia, las fábricas e instalaciones electromecánicas, es decir, la atmósfera más pesada y a la vez más fecunda del trabajo moderno. Hela aquí, en su auténtica y maravillosa realidad, con todos sus resortes estéticos y su dinámica creadora. Es la mise en scène del trabajo. El aparato de la producción. La emoción que despierta el decorado es de una grandeza exultante. De las poleas y transmisiones, de los yunques, de los hilos conductores, de los motores, brota la chispa, el relámpago violáceo, el zig-zag deslumbrante, el tranquilo isócrono, los tic-tacs implacables, el silbido neumático y ardiente, como de un animal airado e invisible. No estamos ante una calderería simulada, fabricada de cartón y sincronizada con sones de añagaza. Es éste un taller de verdad, una maquinaria de carne y hueso, un trozo palpitante de la vida real. Los obreros se agitan aquí y allá, a grandes y angulosos movimientos, como en un gran aguafuerte. El diálogo es errátil y geométrico, como un haz de corrientes eléctricas. Los circuitos del verbo proletario y los de la energía mecánica del taller se forman y se rompen, superponiéndose y cruzándose a manera de aros de un jongleur invisible, Yo, que ignoro completamente el ruso, me atengo y me contento con sólo la fonética de las palabras. Esta sinfonía de las voces ininteligibles mezcladas a los estallidos de las máquinas, me fascina y me entusiasma extrañamente. Podría seguir oyéndola, al par que, viendo el movimiento del taller, indefinidamente.

Este solo decorado vale toda una revelación teatral. Me basta para darme cuenta del alcance revolucionario de la escena soviética. Un teatro que es capaz de semejante mise en scène, tan audaz y tan radicalmente nueva, aporta, sin duda, un espíritu igualmente nuevo y revolucionario a la escena mundial. Sí. Se siente aquí la pulsación de un nuevo mundo: el proletario, el del trabajo, el de la producción. Hasta hoy los teatros se redujeron a tratar asuntos relativos al despilfarro de la producción, a su cosecha por los parásitos sociales, los patronos. Hasta hoy tan sólo se nos daba en candilejas los dramas del reparto entre la burguesía de la riqueza creada por los obreros. Los personajes eran profesores, sacerdotes, artistas, diputados, nobles, terratenientes, comerciantes, hombres de finanzas y, a lo sumo, artesanos. Nunca vimos en escena la otra cara de la medalla social: la infraestructura, la economía de base, la raíz y nacimiento del orden colectivo, las fuerzas elementales y los agentes humanos de la producción económica. Nunca vimos como personajes de teatro a la masa y al trabajador, a la máquina y a la materia prima[1].

El tema de El brillo de los rieles se desarrolla en torno a la conciencia revolucionaria del obrero bolchevique, a sus deberes políticos y económicos dentro del Soviet, a sus esfuerzos, dolores, luchas y satisfacciones clasistas, y a los peligros y enemigos de dentro y fuera del proletariado. Las escenas y actos transcurren en las asambleas obreras, ante una locomotora en construcción; en la dirección de la fábrica, en las habitaciones de los trabajadores, en los clubs proletarios. El centro dramático de la acción, el mito social de la pieza, causa y fin de todos los intereses, ideas y sentimientos en juego, está en el trance revolucionario de la Historia. A los dioses de la tragedia griega, a la hagiografía del drama medieval, a la mítica nibelunga del teatro wagneriano y a la simbología de la escena burguesa, sucede aquí la fábula materialista y viviente de la dictadura proletaria.

El obrero bolchevique, personificación escénica de los destinos sociales de la Historia, embraza conscientemente todo el peso y la responsabilidad de la misión dialéctica de su clase[2]. Como en el drama sagrado, su alma está triste hasta la muerte. También tiene sus buitres, como el viejo Prometeo. Es el capitalismo extranjero, los kulaks y los nepmans, la ignorancia del mujik, el clero recalcitrante, Ginebra, los ingenieros y los técnicos, la burocracia soviética, las desviaciones de izquierda y de derecha del partido, la reacción blanca. Hay en esta pieza una escena culminante que por su grandeza trágica y universal recuerda los mejores pasajes de la Pasión y del drama esquiliano. El obrero director de turno del Consejo de fábrica vuelve a su cuarto por la noche. Vuelve fatigado. Su lucha con mil dificultades derivadas de la conducta de los otros y singularmente de su propia naturaleza humana ha sido hoy cruenta. El hombre, ¡ay!, es malo. La conciencia que el obrero tiene de sus deberes, de una parte, y de otra la convicción que tiene de las tremendas resistencias pasionales e interesadas, en que tropiezan y se estrellan sin cesar los esfuerzos revolucionarios, batallan en su espíritu como dos fieras. Sus deberes son tan imperiosos e inquebrantables como son enormes e invencibles los obstáculos. Su drama moral es patético, desgarrador. Al entrar a su cuarto, halla a su hijo, de unos doce años, dormido en una banca. Su compañera está fuera, en su trabajo. Son las nueve de la noche. Una gran desolación siente hoy en el nido familiar. Así es la vida del trabajador revolucionario. Por ahora, el hogar ha cedido toda su importancia espiritual a la fábrica. No hay ya hogar sino por sólo unos instantes cada día. La fábrica es hoy el verdadero hogar del obrero soviético. Cuestión de cantidades y de calidades. La familia clasista, no es más que la familia romana, agrandada y liberada.

El obrero no quiere acostarse. No podría dormir. Cavila y sufre. Piensa en sus esfuerzos ímprobos, acaso vanos e inútiles. Aquí está su hijo. Viéndole dormido, como una simple cosa pequeña y frágil, se le oprime el corazón. Su sacrificio personal, en favor del bien colectivo, no le concierne sino a él; pero el sacrificio de los suyos... Porque, al fin y al cabo, el hombre, cualquiera que sea su clase social, es un ser con instintos de padre y de marido. El socialismo no tiende a suprimir ni a aherrojar estos instintos, sino a hacerlos racionales, libres y justos. El orden social soviético es un orden revolucionario, y la revolución tiene sus exigencias provisorias, pero terribles. Entre estas exigencias está la quiebra momentánea de la familia, en sus viejas bases anquilosadas, y la concentración de todas las facultades e intereses sentimentales del obrero, en el taller revolucionario.

La vigilia dramática del trabajador culmina en, un arranque desesperado. Toma un frasco y va a apurar su contenido. (¿Os acordáis de Sobol, de Essenin, de Maiakovsky? El suicidio en la sociedad soviética es uno de tantos residuos intermitentes y reacios de la psicología reaccionaria. Reaparece súbitamente y a mansalva). Pero el obrero vacila. Lucha todavía. Es la hora del sudor de sangre y del «Aparta de mí este cáliz». Al levantar el frasco, una mano se lo impide repentinamente. Es la mano del hijo, que no dormía. El movimiento de éste es de un sentido social trascendental.

Por la masa de espectadores cruza un escalofrío.

—¡Viva la revolución social! —exclama la multitud...

Al salir del teatro busco al albañil. Son las doce de la noche. El albañil me estrecha la mano, apurado:

—Hasta luego.

—¿Cómo? —le digo—. ¿Se va usted?

—Es hora de dormir. Hasta mañana.

Desaparece entre la multitud.

—¿Y su compañera? —le pregunto a mi intérprete.

—Debe volver también a su cuarto a esta hora. Nadie está en su casa antes de las doce. Todo el mundo tiene algo que hacer socialmente hasta esa hora. Si no es en el trabajo, según la rotación de los equipos de obreros, es en conferencias, teatros, lecciones, sesiones de comités o de consejos, estudios en las bibliotecas, etc.

—Pero entonces, la vida familiar del albañil y su compañera se reduce...

—A dormir juntos y a algún encuentro fortuito durante el día.

—¿Y las demás parejas?

—Es todavía peor —exclama en tono de censura la señora—. El hombre y la mujer se ven una hora en veinticuatro, o dos o tres veces una hora a la semana.

—¿Por qué semejante abandono del hogar?

—Porque así lo reclaman, según se asegura, los quehaceres del taller y de la revolución social.

—¿Pero se quieren a pesar de todo?

—Así dicen.

—¿Y los celos?

—Estos ya no tienen celos.

He podido advertir un hecho muy significativo y que acaso puede explicar en parte la ausencia de celos, tanto en los hombres como en las mujeres rusas. Son románticos, en la acepción vital de la palabra. Es decir, no son ligeros ni variables de sentimiento. La garantía de firmeza y lealtad en el amor reside en la propia contextura psicológica del ruso. De otro lado, las gentes viven absorbidas, como he dicho ya, en el entusiasmo y las tareas colectivas de la revolución, y el deliquio sentimental ocupa en la vida pocos instantes. «No somos sino militantes —dice Gladkov—. Apenas nos tocamos simplemente, humanamente, nos sentimos como ciegos y cada cual se repliega en sí mismo».

Tales son la vida diaria y la filiación social del obrero ruso, ni bolchevique ni reaccionario, sino simplemente soviético.





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[1] Todo el teatro ruso es político y, más aún, teatro de la producción, teatro del trabajo. El teatro soviético no sólo es político, como el de Piscator en Alemania, sino que es revolucionario dentro de la fábrica, militante dentro de la dinámica economica constructiva. Hasta tratándose de obras clásicas o de otros países, que carecen originariamente de intención política, los "regisseurs" soviéticos se la prestan, modificando a su arbitrio la contextura social de la pieza. Dentro de este plan, he visto en el Teatro Stanislavsky, "Hamlet"; "El zar Ivanovich"' de Tolstoi; "El Pájaro Azul", de Maeterlinck; "Los Karamazov", de Dostoiewski. En el Teatro Experimental, "Madame Buterfly"; en el Teatro Kamerny, "Los hijos de Dios", de O'Neill; en el Teatro Juventud, "Los Bandidos", de Schiller; en el Teatro Mayerhold, "El revisor", de Gogol, etc., obras todas sovietizadas.

No entra dentro del carácter de este libro un ensayo detenido sobre el teatro soviético. Aquí, como en los demás temas y capítulos, me ciño tan sólo a las grandes líneas generales y representativas del fenómeno ruso.

[2] En el teatro soviético, como en todos los sectores de la vida y del arte rusos, han sido abolidos los protagonistas, los personajes centrales, los "roles" acumuladores de la acción y el interés escénico. Esta acción y este interés se hallan repartidos entre todos los personajes de la pieza. Los grandes actores no son grandes por la importancia y volumen del rol que ellos encarnan, sino por la perfección con que desempeñan el papel aun más banal o insignificante en sí mismo. Si nos empeñásemos en descubrir un protagonista en la escena soviética, ese protagonista sería la masa, es decir, la reunión de todos, la colectividad.

En el cinema también han sido desterradas las "estrellas". Apenas, en "Tempestad en el Asia", aparece una. Pero en "El acorazado Potemkin", "El fin de San Petersburgo", "Dos tanques blindados", "El águila blanca", "La línea general", "El operador", "El demonio de la estepa", etc., no hay "stars" ni "vedettes".

Hasta en la música, la orquesta ha suprimido al director. Las "persin fanses", orquesta sin director, pueden ejecutar así todas las formas y géneros musicales, desde Wagner hasta Stravinsky, pasando por Bach y Beethoven.

Políticamente, los grandes hombres (Lenin, Trotsky, etc.) no son objeto de esa idolatría individualista y endiosadora de que gozan los buenazos gobernantes burgueses de los países capitalistas. Interesado en sondar la opinión pública acerca de Stalin y Trotsky, he preguntado con frecuencia lo que las gentes piensan sobre ambos jefes bolcheviques. La conclusión que siempre he sacado es que nadie se ocupa del caso personal e individual de uno y otro. Stalin y Trotsky no existen ni interesan a nadie. Lo que existe e interesa a todos es la teoría y la acción de cada uno en función del interés revolucionario. Nadie se ocupa en discernir "quién vale más que el otro", ni "quién tiene más talento o más energía". De Lenin mismo, nadie se ocupa de su caso individual. Lenin es una idea, una acción revolucionaria, no una persona. Se le recuerda y se le cita por interés colectivo y en lo que él hizo de colectivo. Y ni "museo" leninista, ni casa "donde nació", ni anecdotario, ni leyendas. Apenas un Instituto Lenin, laboratorio central y viviente de la revolución social universal.

Decididamente, en el Soviet nos hallamos fuera de todo individualismo absorbente y en pleno colectivismo igualitario.